viernes, agosto 28, 2009

niño hojas canta de noche,
pone discos para dormir.
Tiene hojas en los bolsillos
y las usa para escribir

Lafourcade.

martes, agosto 25, 2009



...and it was not Pearl Harbor's fault. I don't swear at all but I could swear it on Kate Beckinsale's mouth.

First of all, the score... that was glorious, no matter what. I know it's no surprise coming from Hans.

Second of all... mmmm... ok.. it's just the music, but, i mean... i don't mind watching crazy ppl running from here to there, nurses, soldiers and japs, for three hours straight, if it's while hearing that war-love triangle-hollywood score.

So.. despite all it's faults, it was not Pearl Harbor's fault.

martes, agosto 18, 2009

Otra manera de decir

Las venas de mis manos llevan a un árbol
si son copa o raíces no lo sé

corteza la única textura con que comparo al cielo
ni el mar, ni toda la madera extendida

rama la buena aventura
que va hasta allá, por donde quiera

luz entre el follaje la hora crucial
porosidad absuluta, otra vez un alfiletero

fruto la incertidumbre hermosa de un final que no

sombra la casa quieta

hoja la...

hoja la.

martes, agosto 11, 2009

La niña que dobló la esquina



El niño la descubrió hablando sola detrás de un árbol; el mismo día en que cumplía siete años. Y no supo qué hacer ante tanta desnudez. Cuando ella cumplió sus siete años descubrió la colección de plumas de ave que guardaba en el hueco de un árbol y tampoco supo qué hacer, por tanta ternura. Así pasaba el tiempo, el de ellos, y con cada año descubrían algo nuevo, otro tesoro, casi una nueva vida. Incluso había días en que se desconocían porque el secreto les daba una vuelta completa y sentían volver a empezar. A los diez años de ella el secreto fue que le gustaba peinar a la abuela mientras dormía. Ese día, mirando detrás de la puerta, vio como con paciencia y amor aquella cabeza de algodón se embellecía al antojo del niño. Unos cabellos blancos tan disparatados que tuvo que morderse la lengua para esconder la risa.



Meses antes él la había descubierto colgando llaves de su larguísimo cabello. Llaves de baúles, de candados y de todas las puertas. La encontró por el tintineo que hacían las llaves, lo fue siguiendo entre los ruidos del bosque, entre las ramas partidas. Entre el correr del arroyo. Hasta que el sonido dejó de ser sonido y la vio reflejándose en el río. Año tras año los secretos florecían. Pero parecía no importarles. No se daban cuenta del tesoro que acumulaban.



Quince años y, desde aquél día en el río, los descubrimientos le habían parecido poca cosa, aburridos. Faltos de imaginación y chispa. Tonterías de niña. Hasta que un día ella dobló la esquina y lo encontró tumbado en una banca repleta de amigos, tomada de la mano de su madre. Y al pasar frente a la banca, ante la mirada muda de todos aquellos hombrecillos, a él, pero sólo a él, le regaló un guiño de ojo. Una palomilla de diamantes. Una flecha que llevaba estrellas en la punta. Una caravana de osadías. Le regaló la niña que ya no quería ser. Entonces todos los chamacos boquiabiertos miraron a su compañero. Y él, sonrojado hasta los zapatos, se dio cuenta del secreto mejor. Del más grande de todos, de todos.



A ella se le apresuró el tiempo y antes de cumplir los quince descubrió un lunar rojo en la cara de su muñeca de trapo, con la que solía dormir. Para el día de su cumpleaños estaba tan confundida que se perdió del secreto anual. Ese día no pudo descubrir nada. No pudo darse cuenta que ellos, ella y él, no cumplían años sino secretos. Incluso olvidó el guiño que le regaló, olvidó los peinados excéntricos de la abuela, olvidó del todo las plumas de aves y hasta olvidó el nombre de su muñeca de trapo. Y mientras ella avanzaba en descubrimientos él crecía en confusiones.



Cada año que pasaba, ella le sorprendía en algo severamente vergonzoso, sorprendentemente divertido o sencillamente humano. Le sorprendió con las nalgas de fuera, embadurnadas de miel, haciéndole peinados a su mechón de pelos que apenas crecía. Lo descubrió enterrando escarabajos en la caca de los caballos, para verlos salir convertidos en monstruos. Una bella tarde de sol dorado lo encontró meando los girasoles más grandes del bosque.



Y él, por su parte, entre penumbras, corriendo, buscaba un nuevo secreto de ella, un tesorito; siquiera una pizca de algo nuevo, una pelusa. Pero nada. Por más que indagara y cumpliera años no aparecía nada. Se volvía un código indescifrable. Una aventura a las ruinas de nadie. Como abrir una tumba en la que ya los gusanos se han ido. Soplar polvo y más polvo. Hasta que ella cumplió sus diecinueve; cuando hizo su segundo y último intento. Meses atrás no fue él sino ella quien se topó con el descubrimiento. Lo encontró de la mano de otra mujer. Y con la furia hasta los zapatos, no supo qué hacer, como aquélla primera vez.



El segundero del tiempo la aplastó con cada día, cada cumpleaños perdido, cada secreto. Se descubrió celosa. Se sintió sin manos, sin ojos y sin boca. Incapaz de alcanzarlo. Se tapó el suspiro detrás de un árbol, se dio la vuelta y se fue llorando. Fue así hasta que con dieciocho años y un cachito no pudo aguantarse las ganas y salió corriendo de su casa dispuesta a dar su segundo guiño, su mejor intento.



Los tobillos se le salían de las zapatillas. Pensaba en el punto de sangre mientras corría. Se detuvo en cada parque. Buscó en cada banca. Dobló tres veces cada esquina. Eran las cinco y siete de la tarde y estaba a punto de cumplir los diecinueve años. Cada segundo era un cofre cerrado. Pensaba en las llaves que colgaba en su pelo cuando era niña. Todo era candados y secretos; misterios que aguardaban su turno para brillar, dentro de las farolas. Siguió corriendo. Con los puños apretados y las mejillas encendidas, sin encontrarlo. Se sentía como la mejor puta de las calles teniendo el peor día de su vida. Y mientras corría, nunca se hacía de noche. Sólo atardecía y atardecía.